En estos días se ha extendido por los mercados la idea de que los líderes europeos podrían estar planeando una respuesta conjunta y mucho más agresiva a la crisis y ese rumor ha servido para que las bolsas de todo el mundo vean el futuro con más optimismo. Este comportamiento de los mercados evidencia que el problema que tenemos no es un problema económico, es un problema político. La situación de las economías periféricas era la misma hace unos meses que hace unos días, pero la marea sólo ha cambiado cuando los mercados han percibido que la política europea podría cambiar.
Lo que está en juego ahora es saber como vamos a enfrentar todos los europeos la salida de la crisis; si lo vamos a hacer todos juntos o cada uno por su cuenta. Lo que también se discute es si la nueva política europea se va a orientar exclusivamente a la consolidación fiscal o va a prestar también atención a la necesidad de encontrar nuevos recursos financieros para hacer más llevadera la carga de los países en dificultades y, sobre todo, para impulsar un plan de choque que saque a la zona euro de su postración anual. Y eso es política.
Es un hecho que todos los países miembros de la zona euro han movilizado ingentes cantidades de dinero para tratar de evitar que la crisis financiera desembocase en una recesión de proporciones similares a la Gran Depresión de 1929. Las cifras son aterradoras: las ayudas comprometidas sólo con el sector financiero suponen un 33% del PIB de la Unión, a las que hay que añadir los estímulos fiscales que absorben más del 5% de la riqueza total.
En estas condiciones parece obvio que los países de la zona euro no van a poder endeudarse durante bastante tiempo, porque lo que toca es pagar las deudas pendientes. Tampoco podrán tirar de gasto público o reducir los impuestos para impulsar el crecimiento porque el nuevo paquete de gobernanza canoniza el llamado principio de la "política fiscal prudente" que postula que "el crecimiento anual del gasto no debería exceder de una tasa prudente de crecimiento del PIB a medio plazo". Esta rebuscada fórmula lo que quiere decir es que nadie podrá gastar por encima de lo que gana y los que tienen deudas pendientes tendrán que gastar menos todavía. Tampoco podrán bajar los impuestos, salvo que reduzcan el gasto público en la misma cuantía.
En definitiva, los países de la zona euro están ante una compleja encrucijada: de un lado tienen que hacer algo para acortar distancias con los países que crecen más que nosotros, que son casi todos; de otro, no pueden endeudarse, tirar de gasto público, ni bajar impuestos para impulsar la economía. Todo esto es muy preocupante porque según acabamos de saber, los países emergentes, los Estados Unidos y Japón están saliendo de la crisis mucho más deprisa que Europa y tienen mejores perspectivas de crecimiento. Como dijo ha ya un cierto tiempo, el conocido escritor Walter Laqueur: "Dado el descenso de su población, es posible que Europa, o al menos parte de ella, se convierta en un parque temático, una especie de Disneylandia sofisticada para los turistas ricos de China o India".
Así las cosas, parece lo más inteligente es diseñar una estrategia europea para salir de este lío. Pero la solución no podemos buscarla en el presupuesto europeo, que se ha reducido al máximo por imperativo de Cameron, sino en lo que en la jerga comunitaria se denominan "recursos financieros novedosos", como el Banco Europeo de Inversiones (BEI) o la emisión de bonos para proyectos específicos. Dios aprieta pero no ahoga, y tenemos la ventaja de que la Unión Europea, como tal, tiene su capacidad de endeudamiento casi intacta.
El BEI es una institución bastante desconocida pero que tiene un potencial enorme. Es dos veces más grande que el Banco Mundial y emite obligaciones de las que solo él responde, lo que explica que los gobiernos nacionales no deban computarlas en su deuda pública. El BEI se ha encargado tradicionalmente de financiar las inversiones en materia de sanidad, educación, regeneración urbana, tecnologías verdes y apoyo a las pequeñas empresas y, a partir del Tratado de Lisboa, puede tomar participaciones en el capital de las empresas, establecer filiales y prestar servicios de asistencia técnica. Sus préstamos anuales alcanza la nada despreciable cifra de 80 mil millones de euros, es decir dos tercios de los recursos de la Comisión europea. Sólo con que hiciese en los próximos diez años un esfuerzo similar al que ha hecho en los últimos veinte años, dispondría de unos recursos similares a los que el Plan Marshall movilizó para reconstruir las economías europeas devastadas por el conflicto bélico.
Si esto no fuese suficiente se podría recurrir a la emisión de bonos para proyectos específicos que la Comisión incluye en su propuesta de consolidación del mercado interior. Con estos dos instrumentos, el BEI y los bonos, podríamos explicar a nuestros conciudadanos que nos preocupamos por reducir la deuda pública porque así no se puede seguir, pero también queremos hacer frente a la situación de penuria por la que atraviesan la mayor parte de las economías europeas.
Termino por donde empecé. El Plan Marshall (1947) exigía a los países que quisieran beneficiarse de la ayuda económica norteamericana diseñar un plan conjunto, y no una mera yuxtaposición de planes nacionales. Para cumplir esta exigencia se creó en 1948 la organización europea de cooperación económica (OECE) que luego se convertiría en la Organización para la cooperación y el desarrollo (OCDE), el precedente de la Comunidad europea. Lo que en síntesis se discute es si convertimos la crisis en una oportunidad para avanzar en el proceso de construcción europea o si, por el contrario, damos rienda suelta a nuestros peores instintos proteccionistas y nos replegamos cada uno de nosotros detrás de nuestras fronteras nacionales. Y eso es política.
lunes, 11 de abril de 2011
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